Los complejos relacionados con la imagen corporal han existido desde siempre, promovidos por sociedades que entienden la belleza como cualidad determinante para el valor personal. En algunas culturas, incluso, alinearse con los estándares de belleza pareciera más una obligación que una elección.

Lógicamente, saber que se tendrá mayor o menor estima social, más o menos oportunidades y un autoconcepto definido por la medida en que la propia apariencia responda al canon estético, es una realidad que nos deja en desventaja a todos, al existir poca congruencia entre los rasgos considerados bellos por cada país y el fenotipo de su población.

Un argumento al respecto es que los modelos hegemónicos provienen de las culturas dominantes, pero lo cierto es que la idea de perfección tampoco se ajusta por completo a las características raciales de ellos. La belleza asume, en todo caso, cualidades más imaginarias que reales: es una invención.

No lo notamos, pero todos, aún quienes se consideran más cercanos al modelo que rige el concepto, experimentan insatisfacción y angustia respecto a su físico. En todo caso, la definición más justa de belleza no es aquella que define la armonía de unos rasgos faciales o corporales, sino la que afirma que esa armonía está dada por el aspecto del cuerpo en condiciones óptimas de salud, no importando su proporción o sus formas.

El problema es cultural y sistémico, pero llegar a entenderlo no significa que quienes sufren de dismorfia corporal puedan, por ello, resolver o atenuar los conflictos con su imagen. Y dado que el “aceptarse y ya” implica haberse emancipado de conceptos que se han asimilado durante toda la vida, esa tranquilidad no se consigue de inmediato y mucho menos con facilidad.

A nivel cultural y publicitario, la belleza es una creación, ya lo sabemos, pero en la actualidad, gracias al progreso de la ciencia médica el imaginario común sobre este valor también interviene los cuerpos, de manera que uno puede disponer sus recursos para hacer de sí mismo su creación, encarnando una definición propia de belleza y, en ciertos casos, obteniendo resultados excepcionales, como una imagen rejuvenecida que sería imposible alcanzar por otros medios. Así por ejemplo, entre las intervenciones por las que se consigue este tipo de efecto está la liposucción de papada cuando se lleva a cabo en conjunto con una operación de pómulos u otros procedimientos faciales.

El cambio en la apariencia es muy considerable y cuando la cirugía es exitosa, también soluciona en buena medida los conflictos emocionales del paciente.

Pero en una sociedad que impone un ideal poco realista de belleza y al mismo tiempo condena las modificaciones corporales con fines estéticos, el conflicto es de orden moral: una vez que hemos descubierto que aquellos que consideramos “defectos” no lo son en términos objetivos, ¿habría que renunciar a la cirugía estética?

Frente a los beneficios que ofrece a la salud emocional, claramente la respuesta es no. Lo que sí es sensato y necesario será retirar los tabúes y valerse de este recurso con responsabilidad.

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